Aquella primavera fue la primera vez que visité Marruecos. Entonces el dinero y los años eran pocos, directamente proporcionales, así que P. se ofreció gustosa a pagarme el viaje a condición de que le mostrara un poco de amor, si quiera en privado. Nos etablecimos en Rabat pero el recorrido incluyó, por este orden, Fez, Casablanca y Marrakech. A excepción de Roser [la catalana], una viuda que había recorrido todo el mundo occidental y ahora empezaba con el resto, el grupo, no muy numeroso, estaba constituido por gente joven. Casi todos, como P., maestros con su oposición recién aprobada. De aquel viaje conservo una geoda con un trilobites incrustado. Fue motivo de discusión grupal porque casi todos afirmaban que la mayoría de los fósiles que se vendían allí no eran más que falsificaciones. Aunque el color y la acetona han demostrado, mucho después, que el trilobites colocado en la estantería delante de los libros marcados como Lit 38 y Lit 39 es real, en aquel momento quedé un poco acongojado por la sospecha de que mi excaso dinero hubiera servido para mofa de algún marroquí.
Tal vez el amor que mostré no fuera suficiente, o simplemente aquello fuera una despedida, porque desde que regresamos a Cáceres y recogí la mochila [entonces no viajaba con maleta] no he vuelto a ver a P. aunque sé que trabaja -nada puede ocultarse a los ojos de internet- en un CPR de la provincia de Badajoz. He estado a punto de llamarla pero el mundo -al menos el nuestro- ya no se parece a un viaje en un autobús destartalado por polvorientas carreteras.
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