Una vez a la semana, más que echarme, me acurrucaba en el Chaise Longe de la consulta. Anna se colocaba detrás. Normalmente pronunciaba un sustantivo como padre o hijo, pero también cualquier cosa como por ejemplo un color, o una prenda de vestir. Entonces yo hablaba de todo lo que surgiera en mi mente a partir de la palabra. Mi impresión general es que no era una gran psicoanalista, pero su padre le había proporcionado uno de los siete anillos de oro que reconocían el prestigio terapeútico -además del apelllido, claro está. Su clínica londinense estaba siempre llena de pacientes, deambulantes o estudiantes. En los dos años que duró mi psicoanálisis no trató de hipnotizarme una sola vez. Ella había sido psicoanalizada por su padre en dos ocasiones y por eso me pareció seguro que las críticas hacía su padre, como mal hipnoterapeuta, no podían ser menos que ciertas. Aún así permanecí en el tratamiento porque no quería que mis hijos sufrieran lo que mis hermanos y yo padecimos en casa.
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