Marcos sólo oía un susurro. Una extraña voz que se repetía en su cabeza. Algo le estaba hablando pero el sueño se había instalado cómodamente entre la almohada y su pelo.
-Está sonando una alarma -repitió la voz tres veces más, hasta que abrió los ojos y contempló a su hijo al lado de la cama insistentemente repitiendo -y ahora si le oía claramente- que estaba sonando una alarma.
El chico había elegido para esta ocasión el lado derecho de la cama cuando lo habitual era que eligiese el lado en el que dormía su madre. Tenía miedo y ese debía ser el motivo de la elección diestra. Algo le había perturbado y sacado de su sueño. Esta vez no era una pesadilla. El chaval de doce años que levantaba ya un metro sesenta y cinco del suelo era sin embargo bastante cobarde. Al menos eso pensaba Marcos que ahora le miraba fijamente sin entender muy bien que estaba pasando y porque le había despertado con tanta insistencia aunque sin gritos.
Esa era la diferencia con las pesadillas que a veces le asaltaban. El pediatra había manifestado que no eran pesadillas si no terrores nocturnos porque sucedían en la primera parte de la noche y el chico nunca sabía dar razones del asunto que había perturbado su tranquilidad. Cuando sucedía, gritaba "¡MAMÁ!" varias veces y al llegar a su habitación le hallaban, primero su madre y después él, empapado en sudor y sentado sobre el colchón.
Ahora, era distinto, alguna maldita alarma había desvelado al niño y repetía de nuevo esa frase en voz queda, como una nueva alarma superpuesta a la otra. Una alarma que consiguió sacar al padre de la cama por fin.
-Está sonando una alarma -repitió la voz tres veces más, hasta que abrió los ojos y contempló a su hijo al lado de la cama insistentemente repitiendo -y ahora si le oía claramente- que estaba sonando una alarma.
El chico había elegido para esta ocasión el lado derecho de la cama cuando lo habitual era que eligiese el lado en el que dormía su madre. Tenía miedo y ese debía ser el motivo de la elección diestra. Algo le había perturbado y sacado de su sueño. Esta vez no era una pesadilla. El chaval de doce años que levantaba ya un metro sesenta y cinco del suelo era sin embargo bastante cobarde. Al menos eso pensaba Marcos que ahora le miraba fijamente sin entender muy bien que estaba pasando y porque le había despertado con tanta insistencia aunque sin gritos.
Esa era la diferencia con las pesadillas que a veces le asaltaban. El pediatra había manifestado que no eran pesadillas si no terrores nocturnos porque sucedían en la primera parte de la noche y el chico nunca sabía dar razones del asunto que había perturbado su tranquilidad. Cuando sucedía, gritaba "¡MAMÁ!" varias veces y al llegar a su habitación le hallaban, primero su madre y después él, empapado en sudor y sentado sobre el colchón.
Ahora, era distinto, alguna maldita alarma había desvelado al niño y repetía de nuevo esa frase en voz queda, como una nueva alarma superpuesta a la otra. Una alarma que consiguió sacar al padre de la cama por fin.
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