ARROJAR PIEDRAS
Javier Pérez Walias
(Colección Vela de Gavia, Ediciones de La Isla de Siltolá,
Sevilla, 2011)
Pérez
Walias y servidor somos de la misma cohorte. Curiosamente él suele
firmar jpw y yo jpg, como si quisiéramos que el acrónimo sostuviera
nuestro ya medio siglo de vida pasado. Aunque no hemos compartido
actividades; en nuestra infancia y adolescencia Plasencia era más
pequeña, si cabe, que ahora y eso permitía referencias mutuas y
conocimientos de calle, familias conocidas, amigos de amigos, baños
de río... Le pregunté, no obstante, a Javier si alguna vez había
arrojado piedras. Contestó que sí, que quien no ha tirado piedras
al río para verlas saltar. Sin embargo, yo iba más lejos. Criado en
PROCASA -entonces una especie de prebarrio- y él en el, ya entonces,
barrio por definición de Miralvalle, indagaba yo si quizá no había
ido a echar peloteras contra otros barrios. En particular La Data era
para nosotros amigo-enemigo de combate. Aliado en ocasiones contra
otros barrios y las más de las veces enemigo por simple cercanía,
ya que solo lo cercano se odia y ama a la vez. Recuerdo de aquellos
años sin consola y prácticamente sin televisión son algunas
piteras que más de uno llevamos con honor escondida en nuestro cuero
cabelludo.
¿Qué
ha llevado -preguntaba yo- al autor de versos elegíacos a escribir
un libro que invita a "pasear por los paisajes humanos ahora que el
universo no existe"?. Trataba yo, desde mi condición de psicólogo de
averiguar si la mitad de siglo de vida que sustentamos -o tal vez sea
el siglo el que nos sostiene- nos ha hecho más realistas, más
comprometidos, menos infantiles y difíciles de engañar. Javier se
pone sus lentes y contempla la “línea púrpura de la vida sobre un
mar de piedras” y siente la “inmensa lengua de hielo
recorriéndole la espalda”.
Llegados
a este punto debo confesar que creo poco o nada en la hermenéutica
literaria y menos aún en la exégesis religiosa. Un autor como
Walias no escribe para que entremos en su mundo, para que
comprendamos los entresijos de qué acto o qué suceso le llevaron a
componer un poema, como pongamos por caso, “La voz que nombra los
peces”. El autor “ama la metáfora y el olor a hierbabuena” y
tal vez alguien avispado pueda encontrar entre sus versos referencias
a la infancia, a caracoles y lagartos infantiles, a muros,
infranqueables en la niñez, que sin embargo nos encantaba desafiar y
encumbrar. Pero su poesía es para el yo y para los otros, es una
poesía llena de matices y abierta a muchas interpretaciones, rica en
imágenes y en ritmo, libre y social. Dejemos pues a otros que
indaguen en el infructuoso campo de las metainterpretaciones, o peor
aún, en el famélico campo de la búsqueda de poetas o autores
influyentes. ¿Quien de nosotros no es heredero de lo bueno y de lo
malo del siglo pasado? ¿Cómo escapar y abandonar nuestro
Zeitgeist?
Tampoco
es ocasión, pienso yo, de recorrer la trayectoria poética de Pérez
Walias que empezó a escribir mientras estudiaba en el Instituto
Gabriel y Galán y que fue nombrado heraldo (permitidme esta
expresión) junto a otros jóvenes poetas, a principios de los años
80, del boom de la literatura extremeña.
Agrupados en torno a Senabre y otros profesores, a la Universidad de
Cáceres y al Aula de Poesía de la Asociación Cultural “El
Brocense” que los “programó” y fueron agrupados después en la
antología “Jóvenes Poetas Extremeños en el Aula”. No voy a
recorrer, repito, dicha trayectoria que se puede encontrar con
mejores palabras que las mías en el prólogo que Serafín Portillo
hace para la “Antología Poética (1988-2003)” publicado por la
Editora Regional de Extremadura. Ni indagaré en el por qué de si su
lugar preferido es Plasencia y su recuerdo los veranos de la infancia
junto al río Jerte, sin embargo empezó publicando en Málaga y ha
recibido más premios fuera que dentro.
En los
ochenta, en Extremadura, como tratando de garantizar la rigurosidad
de una ciencia que comenzara, los escritores, que así se
autodenominaran, habían de ser culturalistas, casi barrocos,
prácticamente ininteligibles al resto de los mortales. Sin llegar a
ese extremo, sí que la primera poesía de Javier es distinguible de
la actual. El período elegíaco formado por “Cazador de lunas”,
“Versos para Olimpia” y “Los días imposibles” ha dado paso a
una toma de conciencia de la realidad iniciada con “Largueza de un
instante” y continuada en “Arrojar piedras”. Ignoramos todos,
él también, qué derroteros tomará su próxima publicación,
aunque tal y como está el patio de los recortes, queda poesía
comprometida para rato. A mí me gustaría que la próxima obra de
Javier se publicara en una editora extremeña, pero tampoco tengo
claro si eso es mejor para su imparable oficio de escritor.
El
libro de este autor, fundamentalmente intuitivo, pero perfeccionista
y medido, que no deja nada a la improvisación, ni siquiera las citas
elegidas al inicio de los versos, se divide en seis bloques: Arrojar
piedras no es un gesto banal; Hay preguntas que nos acechan; Las
palabras son para arrojarlas; Una línea púrpura sobre un mar de
piedras; Desescombrar y Apuntalar la vida es la tarea. Los títulos de
los bloques vienen a ser algo así como: Una explicación para quien
leyera; Una búsqueda del aparejo necesario para encontrar las
palabras adecuadas; El dolor que supone arrojar palabras por la boca
del estómago; La toma de conciencia,; El reinicio y la
Construcción.
Sería
temerario quedarnos con una sola piedra de este todo. Los
materiales se relacionan en este conjunto constituido por piedras que
construyen y deconstruyen la vida. Que nos ofrecen la posibilidad de
ponernos las lentes y ver lo que sucede a nuestro alrededor. Sería
tentador para mí, aunque lo que acabo de leer está lleno de
referencias a los poemas del libro, terminar esta presentación
eligiendo unos versos; podría abrir el libro en cualquier hoja y todos serían un buen colofón al acto; pero concluiré -tan solo- agradeciendo a Javier que siga escribiendo y que presente sus libros en Plasencia, rodeado de
quienes le apreciamos. Nada más que decir. “Y punto en boca”.